NUECHE DE SAN XUAN
Nueche de San Xuan, noche de fuego y agua, de agua y deseo. La diosa de la luz contra las tinieblas, la diosa de la cosecha contra el hambre, la diosa del calor contra el invierno. La noche más breve que anuncia la abundancia, que enciende las hogueras, que quema los recuerdos. Nueche de San Xuan, noche que cruza países, paisajes, geografías, que recorre el mapa de la memoria, el mapa poblado por los fuegos. Arde el tiempo y confunde los tiempos. Noche de la magia en los cuerpos, noche que se alarga, que alcanza, que quema y funde pasado y futuro. Sólo el instante permanece y es tan fugaz como la noche, sólo el instante es ascua y llama y ceniza. Y todo es posible mientras dure la noche, mientras dure la magia, mientras dure el hechizo. Después, la madrugada traerá la rosada, traerá la flor del agua y cada palabra, cada gesto se desvanecerá como arena entre las manos. Pero de momento todo es posible, es posible imaginar otras noches como esta, husmear por los rincones de la historia, colarse de puntillas por las rendijas secretas de los años, por las fisuras invisibles del tiempo. Es posible imaginar otras noches lejanas, imaginar, por ejemplo, una tarde de d'orbayu, un junio muy lejano de 1816, una casa solitaria a orillas de uno de esos apacibles lagos suizos que nuestra imaginación colectiva dibuja envuelto entre las brumas. Allí se han reunido a pasar los meses de verano un grupo de jóvenes entre los que se encuentra una rapacina de diecisiete años. Hace mal tiempo y deciden entretener las horas inventando historias de fantasmas y aparecidos. Después, ya muy tarde, antes de dormir, la mujer mira por la ventana y distingue a lo lejos el tenue resplandor de las hogueras. No sabe por qué esa noche, ese 23 de junio los campesinos han encendido fuegos y tampoco sabe aún que esa misma noche nacerá entre sus manos un monstruo de tinta y papel y que en ese acto de escritura construirá una de las referencias más perdurables de la mitología contemporánea. Era el nacimiento de Frankenstein, el nacimiento del monstruo por excelencia, el nacimiento de una criatura que se rebela contra su creador y con ello dibuja el símbolo trágico de la soledad, de la imposibilidad de ser amado. Porque aquella mujer no era una joven cualquiera, sino que pronto se convertirá en una de las figuras más importantes del romanticismo europeo. Aquella mujer que muy pronto será Mary Shelly sueña toda la noche con su personaje y con sus propios demonios. Tampoco sabe que en otra noche como aquella, en otra noche de magia y fuegos que aún no ha existido, otra mujer estará en la ventana de su casa y a muchos kilómetros de distancia, a muchos mundos de distancia, pensará en sus palabras. Porque ahora en Padrón también ha caído la noche, el siglo declina y Rosalía piensa en las páginas que acaba de leer. De lejos, desde los montes que rodean la casa, puede sentir las voces y la música. Siente la magia de la noche y sabe que aquellos fuegos que ahora invocan a San Xuan están allí desde siempre. Siente en el aire, en los cantos que llegan de los bosques cercanos, la fuerza imparable de la vida. Ella también quisiera estar allí, sentir de cerca el sudor de los cuerpos, el deseo, la alegría de un tiempo que empieza. Sale al jardín. Acaba de escribir unos versos que mañana convertirá quizás en poema: adiós ríos, adiós fontes/adiós regatos pequenos/adiós vistas de meus ollos, non sei cando nos veremos. Miña terra, miña terra/terra onde eu me criei... Aquella tierra a la que ama, aquella tierra que le produce una inmensa melancolía, aquella lengua antigua que le sale sola entre los labios. Rosalía de Castro sabe que ese instante, el instante de la creación es único y suyo y en él se siente libre. Lee de nuevo las palabras con las que Mary Shelly comienza su prólogo a Frankenstein: "La invención, hay que admitirlo, no consiste en crear desde el vacío, sino desde el caos" y ella, Rosalía, piensa en tantos vacíos, piensa en otras mujeres más libres que ella. No imagina que en ese mismo año de 1882 ha nacido una mujer que escribirá las palabras que ella quisiera leer esa noche. Pero todo es posible aún si la noche continua, si los primeros rayos de sol aún no han salido para deshacer los hechizos y los cuélebres no han recuperado sus poderes perdidos, todo es posible mientras les xanes peinen sus cabellos con peines de oro y la diosa del agua ofrezca sus secretos al río. Una mujer ha nacido y en su pasión por la vida consumirá como el fuego la vida pero en su pasión por la literatura nos mostrará los pliegues más escondidos del corazón humano. Ahora, esta noche de San Xuan de 1925 aún se siente sana y feliz. Ha vivido los horrores de la guerra y ya conoce la pérdida y cómo duelen las ausencias pero ahora nada de todo eso importa todavía. El bullicio de Londres entra por la ventana abierta, y en ese rumor de pasos y conversaciones, de palabras que se cruzan un instante, en ese momento intrascendente y común comprende, de una forma absurda, de una forma extraña, toda la dimensión de su felicidad. Sobre el escritorio ha dejado los libros con las últimas correcciones de La señora Dalloway y, como siempre, trabaja sin parar en otras cosas. Se asoma a la calle. Siente en la cara el aire cálido de la noche, el aire que recorre esa noche las calles de Londres como un ladrón furtivo, y piensa que quizá sea un presagio de algo grande y hermoso. Ha oído hablar de las noches en las que los pueblos antiguos celebraban el solsticio de verano, ha leído en las crónicas de Estrabón cómo los romanos encontraron a su paso viejos ritos de fuego y agua entre los pueblos celtíberos, pero ella, Virginia Woolf, no imagina que pueda ser esa noche precisa, no imagina que ha sucumbido a la magia de esa noche y vuelve al trabajo. Escribe varios títulos para un pequeño ensayo que aún no ha acabado: Una habitación propia, escoge por fin. Apaga la luz y entra en el sueño. Pero los duendes de la noche harán su trabajo, la magia de la noche recorrerá los tiempos y traspasará fronteras, lenguas, culturas. Acaban de dar las siete de la tarde en París. Sobre la mesa del café, entre tazas y vasos vacíos, entre ceniceros y restos de comida hay varios libros. En la mesa donde varias personas han dejado sus huellas ahora sólo queda una mujer. Parece muy joven, quizá una estudiante de bachillerato y su mirada está completamente concentrada en el libro que lee. Empieza el capítulo tercero y la joven lee con atención aquellas palabras, casi las deletrea una a una: "Lo que yo me pregunto es por qué las mujeres no escribían poesía en la época isabelina. No estoy nada segura de cómo se las educaba: si se las enseñaba a escribir, si tenían un cuarto para ellas solas; cuántas mujeres tenían hijos antes de cumplir los ventiún años; en resumen, qué hacían desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche". Simone también quiere escribir, quiere saber y saberse, aún no sabe qué ni cuándo pero comprende que quiere escribir por encima de todo. Ahora ha guardado el libro de Virginia Woolf en su cartera y sale a la calle. Los primeros lametazos de la noche recorren las calles pero el Barrio Latino todavía bulle animado por los primeros calores del año. Aquella mujer ya entonces ama la noche y sabe que aquella es la más corta del año, por eso quiere apurar la copa del día hasta saciarse. Aunque sus pasos recorren la ciudad sin rumbo, su vida, lo siente ahora con toda claridad, ha tomado una dirección y nada ni nadie podrá cambiarlo. Será escritora. Además, quiere ser la mejor. Cuando años más tarde sea ya para todo el mundo Simone de Beauvoir y su nombre encabece las portadas de sus libros, recordará aquella noche, el aire detenido sobre el Sena, las palabras que acaba de leer. Pero aún no ha sucedido. Aún no. Sólo magia de la noche entrecruza los tiempos, las vidas, los deseos, sólo la magia de la noche permite la ilusión de los sueños no cumplidos, de las palabras no dichas, del silencio cargado de silencios. Y su tiempo corre paralelo a otros tiempos, se mezcla, se confunde, se cruza una y otra vez en la jungla de otras vidas. La nueche de los fuegos. Y el humo asciende, se eleva como un manto que envuelve la tierra de misterios y permite la trasgresión, el juego. Alquien escucha ahora los ecos del futuro y escribe. La joven Simone vuelve a casa, cruza el río y tuerce a la derecha. Es una calle estrecha, la misma calle por la que un siglo antes camina con su atuendo de hombre Aurore-Lucile Dupin. Ha entregado su último manuscrito y se siente satisfecha. Podrá pasar un buen verano. Ha sufrido el escarnio, la presión y la injuria pero se siente satisfecha. Esa es su vida, la vida que ha escogido y en ese acto de elección siente palpitar pulso exacto de su libertad. También ha escogido su propio nombre, un nombre que la protege, la esconde pero también un nombre que la define en su inconformismo, en su rebeldía. Es George Sand y vuelve a casa en la noche del 23 de junio de 1842. Sube al segundo piso y comienza una carta a su amiga Marie Sophie: "...Todo me conduce a la conclusión de que la sociedad debe ser reformada de principio a fin... De todas las inquietudes consagradas a ella, la principal, a mi modo de ver, es la relación entre el hombre y la mujer, que está establecida de una manera injusta y absurda". Y sigue escribiendo mientras sus palabras se adentran como cuchillos afilados en la noche. George Sand ha leído a otras mujeres que la precedieron pero esa noche, esa noche precisa siente los ecos del futuro y su pluma rasga el papel con la lucidez de una visión. Es la noche de San Xuan, la noche de los imposibles, la noche en la que se enraman las fuentes y se bendice a las bestias, la noche del fulgor, del rixu en los cuerpos, la noche que atraviesa cordilleras, valles y montañas, mares y océanos. Al otro lado del Atlántico, en la noche austral, es ya muy tarde y una mujer aún está despierta. La inmensidad de la noche patagónica la rodea y ella escribe despacio, dibuja sin prisas trazos de tinta negra sobre el papel, ella escribe y los versos fluyen como pájaros que atrapa en la lejanía del paisaje: yo soy vieja como las piedras para oírte, / profunda como el musgo de cuarenta años, / para oírte; / con el rostro sin asombro y sin cólera, / cargado de piedad desde hace muchas vidas, / para oírte. En la noche desierta y silenciosa de Chile Gabriela Mistral (Lucila Godoy de Alcayaga, 1889-1957) escribe. El siglo avanza al galope pero ella no siente prisa. Ha recorrido su propio camino, ha conocido el dolor y el placer, ha conocido países y gentes, ha amado con pasión y otras mujeres la han amado, ha escrito cientos de versos y sus poemas recorren las sendas del mundo. Ahora, en esa noche única sabe que lo importante no es la riqueza o la fama sino haber traspasado de parte a parte un solo corazón. Gabriela Mistral escribe pero no puede oír los cantos y la danza de San Xuan, las voces que invocan la noche y sus fantasmas. No sabe que al otro lado del océano ya se están apagando las hogueras, que el hechizo de la noche está a punto de cumplirse, que el final vuelve al principio, que la espiral del tiempo se cierra en círculos concéntricos y todo comienza de nuevo. Sobre la mesa ha cerrado un libro. Es la última edición de Frankenstein. "No cantes más canciones que supiste / y no mientes los pueblos y los valles / que conocías, ni sus criaturas", escribe ahora y el monstruo, la criatura de Mary Shelly salta desde tiempos lejanos hasta estos versos. Gabriela imagina la noche cayendo sobre un lago suizo hace más de un siglo, una noche como esta, exacta como esta, imagina aquella mujer de diecisiete años que aún no se ha casado con el poeta Shelly, que aún se llama Mary Godwin Wollstonecraft, que aún es sólo la hija de Mary Wollstonecraft, imagina sus miedos, sus deseos, aquella mujer que puso en boca de su criatura que era "el sueño de la razón" las mismas preguntas con las que su madre había comenzado y acabado su vida: ¿Quién soy? ¿Qué soy? ¿De dónde vengo? ¿Cuál es mi destino? Imagina la vida de tantas mujeres y el rumor de sus palabras aún permanece en la habitación cuando apaga la luz y los primeros rayos del sol entran por la ventana de una casa en el barrio de Bloomsbury, de un pazo en Padrón, de una calleja en París, de una vieja mansión suiza. Gabriela Mistral apaga la luz porque la luz invade los cuartos y rompe el conjuro, rompe el hechizo justo en el mismo instante en el que irrumpe la mañana de un nuevo día.
Berta Piñán, 20 de Xunu 2003